domingo, 23 de septiembre de 2012

Santiago Carrillo, por Víctor Orozco.


SANTIAGO CARRILLO
Víctor Orozco

            Falleció Santiago Carrillo, el legendario secretario general del Partido Comunista Español. Tuve la oportunidad de escucharlo a finales de los años setenta, cuando ofreció una conferencia en la UNAM. En ese momento, campeaba en un amplio sector de los estudiantes y los profesores un ambiente de radicalismo. Muy pocos confesaban abiertamente sus simpatías o adhesiones al llamado eurocomunismo y al reformismo, sobre todo cuando había que hacerlo en el seno de las asambleas casi siempre adversas a estas tendencias. En una de ellas se presentó la corta figura de Carrillo, quien advirtiendo la hostilidad, abrió con un reto: “No tengo que pedir perdón ni a dios ni a ustedes”. Quizá por la sorpresa del desplante y la arrogancia, la mayoría le brindó un aplauso sonoro. Carrillo era hombre de temple, sin duda. No en vano venía de las luchas implacables y ásperas  de la guerra civil. En 1981, cuando casi todos los diputados obedecieron la orden del teniente coronel Antonio Tejero quien pistola en mano y rodeado por los guardias civiles, les exigió que se tiraran al piso, Carrillo permaneció inmutable en su curul.
Echaba humo como chacuaco, (la mexicanísima manera de describir a los fumadores empedernidos) pero duró aquí 97 años, vivito y coleando. A los trece años, dicen sus biógrafos que ya comenzaba su militancia en las filas del antiguo Partido Socialista Obrero Español, el fundado por Pablo Iglesias. En 1936 se inscribió en el PCE y como militante de éste pasó los siguientes cincuenta años de su vida. Durante la guerra civil combatió a la cruzada compuesta por los militares alzados, la jerarquía eclesiástica y los sectores tradicionalistas de la sociedad española. Estalinista de hueso colorado, acató fielmente las órdenes venidas del Kremlin, en medio de las desgarraduras sufridas por las izquierdas de su país. Con fama de duro entre los duros, no dudó en emplear la mano de hierro cuando pudo en contra de los enemigos. Emigró después del triunfo de los nacionales, caminando como todos los transterrados hispanos de país en país: México, Argentina, la Unión Soviética, Rumanía, Francia, donde finalmente se estableció. Al término de la segunda guerra mundial, se abrió un camino para el derrocamiento de la dictadura franquista y el PCE se empleó a fondo en promover la lucha armada, como se hizo en Italia, en Grecia y en varios de los países europeos. Es muy probable que liquidados Hitler y Mussolini, los sostenedores externos de Francisco Franco, el intento hubiera tenido éxito. Pero, apenas triunfantes los aliados, comenzó la etapa de la guerra fría y Estados Unidos decidió apoyar con todo al gobierno español, ante el peligro de que los soviéticos se hicieran fuertes en la península ibérica. Franco arrendó territorio y se instalaron las bases militares norteamericanas, a cambio de romper con el aislamiento internacional al que se le condenó al formarse la Organización de las Naciones Unidas. Los comunistas, en cuya dirección tomaba parte fundamental Santiago Carrillo, mordieron otra vez el polvo y regresaron al exilio. Se mantuvieron sin embargo como la organización más poderosa en el espectro político español, con una eficaz red de militantes clandestinos y una fuerte penetración en el movimiento sindical, a través de las Comisiones Obreras, que condujeron las huelgas y protestas de mayor relevancia en la España franquista. En 1960, Carrillo fue nombrado secretario general del PCE, dejando a Dolores Ibárruri La Pasionaria, otra mítica figura del comunismo y quien ocupaba el cargo desde 1942, el papel honorífico de presidenta. Para el nuevo dirigente la tarea primordial era hacer sobrevivir el partido, en las difíciles condiciones del exilio y la división de las izquierdas. El mejor camino intuyó era permanecer fiel a la dirección soviética y rechazar los proyectos democratizadores o la apertura propuesta por intelectuales como Jorge Semprún y Fernando Claudín, quienes fueron expulsados de las filas comunistas. El ambiente cultural y político europeo sin embargo comenzó a modificarse a favor de estos nuevos rumbos, que ganaron terreno en los poderosos partidos comunistas de Francia y de Italia. En 1968, las tropas del pacto de Varsovia invadieron Checoeslovaquia y aplastaron la conocida revolución pacífica conocida como la primavera de Praga. Para su sorpresa, el otrora fidelísimo PCE, junto con el partido comunista italiano y el rumano condenaron la invasión.  Los estalinistas irreductibles Carrillo y La Pasionaria se pronunciaron en contra de los tanques enviados por Brézhnev, el todopoderoso líder soviético. En México, igual el partido comunista reprochó el ataque soviético, no obstante la influencia y el prestigio de los cubanos en Latinoamérica, quienes lo apoyaron.
            Los años setentas trajeron consigo las nuevas tesis del eurocomunismo, un comunismo con rostro humano, afín a las democracias, que aceptaba el pluripartidismo, la libertad de prensa. Carrillo junto con Enrico Berlinguer y George Marchais, dirigentes del PCI y del PCF, se constituyó en uno de los ideólogos y dirigentes de la tendencia mundial. En 1977 publicó su libro El eurocomunismo y el estado, en el que perfiló las tesis fundamentales: democracia, transición pacífica, reformas legales para beneficiar a la clase trabajadora, renuncia a la lucha armada, libertades públicas, revolución pacífica. En suma, todo el viejo programa liberal y del estado de bienestar. No se podía ir más allá en la actual fase de la lucha de clases argumentaba, recuperando todavía cierta fraseología marxista.
                        Con la muerte de Francisco Franco, ocurrida en 1975, se inició el período de la llamada transición española, proceso político en el cual Santiago Carrillo se convirtió en un actor protagónico. Regresó a España en 1976, dio conferencias de prensa aún en la clandestinidad, se reunió con el presidente Adolfo Suárez y con buena parte de los dirigentes en el espectro político español. Por último, el llamado “sábado santo rojo”, durante las vacaciones de 1977, al que precedieron las grandes movilizaciones motivadas por el asesinato de cuatro abogados comunistas, el PCE fue legalizado, para escándalo de muchos militares y partidarios del statu quo franquista. Antes, la dirección del partido, bajo la dirección de Carrillo había renunciado a sostener la bandera de la república y aceptado al régimen monárquico. No fue fácil, ante las inconformidades Carrillo sentenció en un mitin decididamente republicano: "Los que silban no saben que no hay color morado que valga una nueva guerra civil entre los españoles"Ésta, fue quizá la mayor concesión de su vida, considerando le disputa centenaria que ha dividido a los españoles y la raigambre del ideal republicano en la conciencia histórica.
            El eurocomunismo estuvo en el debate mundial unos pocos años, mientras duró el peso social de los partidos comunistas occidentales. El español no pudo pasar la prueba de fuego que son las elecciones. Era una organización formada por cuadros profesionales, nacida y construida para el enfrentamiento social, armado si fuese necesario. No se le acomodaron bien las nuevas tesis, defendidas por Carrillo con el mismo ardor empleado antes para hacer valer las del combate al estado burgués y la irreconciliable lucha de clases. Ni su estructura, ni el ánimo de sus militantes, ni su historia en la clandestinidad, ni su papel en la guerra fría lo habilitaban para realizar una competencia exitosa en un terreno tan inexplorado, dominado por expertos comunicadores y especialistas en la mercadotecnia política. El propio Carrillo vio la desbandada de posibles electores y su tránsito hacia la socialdemocracia representada por el PSOE. Salido en 1985 de la organización en la cual había militado por tanto tiempo, acabó por pactar el ingreso a este partido de los camaradas que le siguieron, como una tendencia dentro del mismo. Él, por su parte, no se inscribió y se retiró de la política activa, pero no se convirtió en una pieza de museo. Escribió, habló y opinó hasta el final. A su sepelio acudió el rey de España y lamentó su muerte, quizá agradecido, quizá constreñido por los modos políticos del momento. Quizá también necesitado de imágenes auxiliadoras para una monarquía arcaica e inaceptable, aunque solo fuera porque contradice la racionalidad política más elemental: no cabe heredar el poder público, éste se origina en las voluntades ciudadanas.

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